Creo en un
misterio superior, que no deja que deshojen la flor. Y si tú estás en Escocia,
y yo en las Midlands, y no puedo rodearte con mis brazos, ni envolverte con mis
piernas, al menos tengo algo tuyo. Mi alma vuela contigo en la pequeña llama de
Pentecostés, como en la paz del coito. Nosotros hemos engendrado esa llama con
el coito. Incluso las flores son engendradas mediante el coito del sol con la
tierra. Pero es un ser delicado y necesita paciencia y una larga pausa.
Así que ahora me
encanta la castidad, porque es la paz que sobreviene después del coito. Amo la
castidad. La amo como los copos de nieve aman la nieve. Amo esta castidad, que
es una pausa de paz en nuestro coito, que surge entre nosotros dos, ahora, como
un copo de fuego blanco bifurcado. Y cuando llegue la verdadera primavera,
cuando llegue el momento del encuentro, entonces engendraremos con nuestro
coito la pequeña llama brillante y amarilla, brillante. Pero ahora, ¡aun no!
Ahora es el momento de ser casto; es muy bueno ser casto, es como un río de
agua fresca en mi alma. Amo la castidad ahora que mana entre nosotros. Es como
agua fresca y lluvia. No entiendo cómo quieren los hombres flirtear
cansinamente. Qué miseria, ser como Don Juan, impotente siempre para fornicar
en paz, con esa pequeña llama encendida; impotente e incapaz de ser casto en
los frescos intervalos, como en un río.
Bien, digo tantas
palabras porque no puedo tocarte. Si pudiese dormir rodeándote con mis brazos,
la tinta se quedaría en el tintero. Podríamos ser castos juntos, del mismo modo
que fornicamos juntos. Pero tenemos que estar separados durante este tiempo, y supongo
que es lo más prudente, sólo para estar seguros. [...]
Ahora no puedo
dejar de escribirte.
Pero gran parte
de nuestro ser está unido, y podemos seguir luchando por ello, y enderezar
nuestros rumbos para encontrarnos pronto. John Thomas da las buenas noches a
lady Jane, con la cabeza un tanto gacha, pero el corazón lleno de esperanza.
(Últimas líneas que D. H. Lawrence escribía a principios de 1928 de El amante de Lady Chatterley)
“Y le
pedimos al amor —que, siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y
morir tanto como de renacer— que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte
verdadera. No le pedimos la felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un
instante, de vida plena, en la que se fundan los contrarios y vida y muerte,
tiempo y eternidad, pacten”. (Octavio paz. El laberinto de la soledad)
Ella corre. Lleva
el corazón en la boca y un sabor que es mezcla de temor y deseo. Ha empezado a
sonar el crescendo vertiginoso de Run (Einaudi),
dentro y fuera de ella (como ocurre siempre). Y como siempre, digo, también está presente ese miedo que fricciona su deseo para que no descanse tranquilo y
para que así, también, escuche atentamente cada latido de su galope. "Estoy
aquí", le dice el corazón bramando de hambre, "¿me escuchas?"
“El miedo nos protege”,
dice él. Y claro. Pero hay muchos tipos de miedo (según lo que protejan). El
suyo no la conduce dentro del cinturón laxo en el que descansan los niños
cuidados. No es la excusa del que se esconde para no sufrir, callada y plana,
como la calma budista o la mesura del epicúreo. El suyo grita, es brillante y
agitado. Corre. Brota en cada salto crucial y en la expectación de lo imprevisible,
de aquello que promete romper la historia.
Es éste (puede
verse, puede oírse) un miedo más complejo, que te protege de algo más elevado
que el sufrimiento, de algo mucho más peligroso. Es un miedo capaz de unir los
opuestos, que transita por una banda de Moebius, como la materia, como el
relato completo de una vida. La urgencia de no perder ni un minuto de estar con
él. Es la urgencia de un hambre silenciada, despreciada por un mundo sordo a sí
mismo.
No es el miedo
que lleva a una carrera atolondrada y torpe. Ese que es presagio delo inoportuno, de la desconexión, del
golpe o la caída. Junto a él también corre un torrente de alegría, una intensa
fuerza concentrada que jamás encuentra obstáculo. Cada pisada, cada cruce de
calles, cada vuelta de esquina, se encuentran perfectamente alineadas, como
puertas que se abren solas a su paso. La invitación a que atraviese la vida con
su impulso, revelando, al hacerlo, un nueva marca, una nueva verdad en la
constelación del universo. Sí, hay prisa, sí. De salvarse, de salvar el mundo.
Una vez, justo
cuando ella aprendía a amar, conoció la pérdida de no llegar a tiempo. El dolor
de los instantes no vividos como zarpazos de una bestia sobre su cuerpo. Le
dijeron: “ha tenido un accidente y está en coma” y poco más tarde murió, como
un pajarito herido, el día de Navidad (ese día con ridículo nombre de
nacimiento que anuncia el crepúsculo del año y de mi vida). Ella había creído tener todo el tiempo del
mundo por delante. Toda la vida por delante. Pero ahora pasa a diario por el
cruce que le recuerda todo el tiempo del mundo que nunca volverá a tener por
delante. Pasa cada día por el vórtice de su mayor miedo, de la urgencia y la
lección. Y en el punto del choque brutal que cercenó al menos cuatro vidas más,
hay ahora una rotonda con una gran fuente a la entrada del pueblo hacia la que
miran una gasolinera y un Pizza Hut.
Toda la memoria
de los pueblos yace enterrada bajo la quietud y la mesura de su asfalto, de sus
tontas rotondas, de la cínica sonrisa de sus gasolineras y sus Pizza Huts. Como esa calma abotargada,
ese silencio sordo y desquiciado en el que todo se detiene antes de la
grandiosa tormenta. El dolor se esconde con vergüenza, como si fuera un pecado,
el nuevo pecado de las sociedades sin dios. Y las calles y las plazas llevan el
nombre de personajes que ni siquiera las transitaron o de flores o países, como
si no hubiera otra cosa que recordar, como el loco sonsonete que se canturrea para
aguantar un enfado, para olvidarse de sí y de todo. “Aquí yace aquel pajarito
que esperabas y se rompió”, debería poner el letrero. Pero no. Nunca dice la
verdad.
Así que ella ahora
corre, como si se le fuera la vida en ello. Porque ese pudor con el que se
cubren hoy todas las heridas, ese que cubre su herida, es tan oprimente, tan
ofensivo, que es necesario dedicar la vida entera a luchar por él. A darle
sentido. Aunque al llegar, esta vez él no haya desaparecido y pegue junto al
suyo su corazón jadeante y sonría complacido como uno se ríe del énfasis de un
niño. Porque si ella no corriera, si amansara su deseo, si dejara de sentir esa
alegría brillante y ese miedo friccionándola, entonces, él dejaría de ver sus
mejillas encendidas cuando le abre la puerta de su casa, y dejaría de oír su
corazón como un trueno cuando la abraza y la consuela por fin como a un niño
desolado. Y entonces todo sería normal y no habría nada que mereciera esa
urgencia. Y los muertos no habrían servido para nada. Y, entonces, los vivos tampoco
servirían para nada.
Por supuesto no era consciente de
que al destino nunca llegamos, mientras que el origensí queda, por siempre, atrás. […] Tendría que haberle
preguntado cuándo volvemos. Sí, ¿cuándo volvemos? […] Porque se puede echar de
menos lo que aún no se ha ido. […] Desde el barco se puede creer que no se
avanza, pero desde la proa que rompe el agua, cómo negar que cada segundo pasa
y queda atrás. Porque tomar consciencia es, en muchas ocasiones, echar de menos
desde ese mismo instante. […] Tomar conciencia: flotar, dejar de nadar, hacerse
el muerto, descansar mirando al cielo inconmensurable mientras nos mecen las
aguas, tan profundas que ni en un millón de vidas podremos explorar. Escribir.
[…] Echo de menos lo que nunca fue y lo que no será, y por eso estoy vivo. Echo
de menos para agradecer.
Manuel Astur, Seré
un anciano hermoso en un gran país.