Todo es santo, todo es santo. No hay nada natural en la
naturaleza, no lo olvides. Cuando la naturaleza te parezca natural todo
terminará. Y empezará algo distinto”. Así se expresa el centauro Quirón en la
escena inicial de Medea, la película de Pier Paolo Pasolini. Sobre su grupa hay
sentado un niño de tres años que lo escucha embobado. Este niño es Jasón, el
héroe que de adulto partirá con los argonautas en busca del vellocino de oro.
Quirón se ocupa de él hasta que esté en condiciones de reclamar el trono de
Yolco, que le pertenece por herencia. Y en esta escena le escuchamos hablar de
ese mundo antiguo en que viven, un mundo donde cada árbol, cada fuente es la
morada de un dios, pues tierra y cielo, realidad y sueño aún permanecen
unidos.... (Seguir leyendo). (G. Martín Garzo)
Final de Dublineses [Los muertos] (James Joice, 1914/ John
Huston, 1987):
“No intento recordar las cosas que ocurren en los libros. Lo
único que le pido a un libro es que me inspire energía, valor, que me diga que
hay más vida de la que puedo abarcar. Que me recuerde la urgencia de actuar”. (‘Léolo’, Jean-Claude Lauzon, 1992)
Creo en un
misterio superior, que no deja que deshojen la flor. Y si tú estás en Escocia,
y yo en las Midlands, y no puedo rodearte con mis brazos, ni envolverte con mis
piernas, al menos tengo algo tuyo. Mi alma vuela contigo en la pequeña llama de
Pentecostés, como en la paz del coito. Nosotros hemos engendrado esa llama con
el coito. Incluso las flores son engendradas mediante el coito del sol con la
tierra. Pero es un ser delicado y necesita paciencia y una larga pausa.
Así que ahora me
encanta la castidad, porque es la paz que sobreviene después del coito. Amo la
castidad. La amo como los copos de nieve aman la nieve. Amo esta castidad, que
es una pausa de paz en nuestro coito, que surge entre nosotros dos, ahora, como
un copo de fuego blanco bifurcado. Y cuando llegue la verdadera primavera,
cuando llegue el momento del encuentro, entonces engendraremos con nuestro
coito la pequeña llama brillante y amarilla, brillante. Pero ahora, ¡aun no!
Ahora es el momento de ser casto; es muy bueno ser casto, es como un río de
agua fresca en mi alma. Amo la castidad ahora que mana entre nosotros. Es como
agua fresca y lluvia. No entiendo cómo quieren los hombres flirtear
cansinamente. Qué miseria, ser como Don Juan, impotente siempre para fornicar
en paz, con esa pequeña llama encendida; impotente e incapaz de ser casto en
los frescos intervalos, como en un río.
Bien, digo tantas
palabras porque no puedo tocarte. Si pudiese dormir rodeándote con mis brazos,
la tinta se quedaría en el tintero. Podríamos ser castos juntos, del mismo modo
que fornicamos juntos. Pero tenemos que estar separados durante este tiempo, y supongo
que es lo más prudente, sólo para estar seguros. [...]
Ahora no puedo
dejar de escribirte.
Pero gran parte
de nuestro ser está unido, y podemos seguir luchando por ello, y enderezar
nuestros rumbos para encontrarnos pronto. John Thomas da las buenas noches a
lady Jane, con la cabeza un tanto gacha, pero el corazón lleno de esperanza.
(Últimas líneas que D. H. Lawrence escribía a principios de 1928 de El amante de Lady Chatterley)
“Y le
pedimos al amor —que, siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y
morir tanto como de renacer— que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte
verdadera. No le pedimos la felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un
instante, de vida plena, en la que se fundan los contrarios y vida y muerte,
tiempo y eternidad, pacten”. (Octavio paz. El laberinto de la soledad)
Ella corre. Lleva
el corazón en la boca y un sabor que es mezcla de temor y deseo. Ha empezado a
sonar el crescendo vertiginoso de Run (Einaudi),
dentro y fuera de ella (como ocurre siempre). Y como siempre, digo, también está presente ese miedo que fricciona su deseo para que no descanse tranquilo y
para que así, también, escuche atentamente cada latido de su galope. "Estoy
aquí", le dice el corazón bramando de hambre, "¿me escuchas?"
“El miedo nos protege”,
dice él. Y claro. Pero hay muchos tipos de miedo (según lo que protejan). El
suyo no la conduce dentro del cinturón laxo en el que descansan los niños
cuidados. No es la excusa del que se esconde para no sufrir, callada y plana,
como la calma budista o la mesura del epicúreo. El suyo grita, es brillante y
agitado. Corre. Brota en cada salto crucial y en la expectación de lo imprevisible,
de aquello que promete romper la historia.
Es éste (puede
verse, puede oírse) un miedo más complejo, que te protege de algo más elevado
que el sufrimiento, de algo mucho más peligroso. Es un miedo capaz de unir los
opuestos, que transita por una banda de Moebius, como la materia, como el
relato completo de una vida. La urgencia de no perder ni un minuto de estar con
él. Es la urgencia de un hambre silenciada, despreciada por un mundo sordo a sí
mismo.
No es el miedo
que lleva a una carrera atolondrada y torpe. Ese que es presagio delo inoportuno, de la desconexión, del
golpe o la caída. Junto a él también corre un torrente de alegría, una intensa
fuerza concentrada que jamás encuentra obstáculo. Cada pisada, cada cruce de
calles, cada vuelta de esquina, se encuentran perfectamente alineadas, como
puertas que se abren solas a su paso. La invitación a que atraviese la vida con
su impulso, revelando, al hacerlo, un nueva marca, una nueva verdad en la
constelación del universo. Sí, hay prisa, sí. De salvarse, de salvar el mundo.
Una vez, justo
cuando ella aprendía a amar, conoció la pérdida de no llegar a tiempo. El dolor
de los instantes no vividos como zarpazos de una bestia sobre su cuerpo. Le
dijeron: “ha tenido un accidente y está en coma” y poco más tarde murió, como
un pajarito herido, el día de Navidad (ese día con ridículo nombre de
nacimiento que anuncia el crepúsculo del año y de mi vida). Ella había creído tener todo el tiempo del
mundo por delante. Toda la vida por delante. Pero ahora pasa a diario por el
cruce que le recuerda todo el tiempo del mundo que nunca volverá a tener por
delante. Pasa cada día por el vórtice de su mayor miedo, de la urgencia y la
lección. Y en el punto del choque brutal que cercenó al menos cuatro vidas más,
hay ahora una rotonda con una gran fuente a la entrada del pueblo hacia la que
miran una gasolinera y un Pizza Hut.
Toda la memoria
de los pueblos yace enterrada bajo la quietud y la mesura de su asfalto, de sus
tontas rotondas, de la cínica sonrisa de sus gasolineras y sus Pizza Huts. Como esa calma abotargada,
ese silencio sordo y desquiciado en el que todo se detiene antes de la
grandiosa tormenta. El dolor se esconde con vergüenza, como si fuera un pecado,
el nuevo pecado de las sociedades sin dios. Y las calles y las plazas llevan el
nombre de personajes que ni siquiera las transitaron o de flores o países, como
si no hubiera otra cosa que recordar, como el loco sonsonete que se canturrea para
aguantar un enfado, para olvidarse de sí y de todo. “Aquí yace aquel pajarito
que esperabas y se rompió”, debería poner el letrero. Pero no. Nunca dice la
verdad.
Así que ella ahora
corre, como si se le fuera la vida en ello. Porque ese pudor con el que se
cubren hoy todas las heridas, ese que cubre su herida, es tan oprimente, tan
ofensivo, que es necesario dedicar la vida entera a luchar por él. A darle
sentido. Aunque al llegar, esta vez él no haya desaparecido y pegue junto al
suyo su corazón jadeante y sonría complacido como uno se ríe del énfasis de un
niño. Porque si ella no corriera, si amansara su deseo, si dejara de sentir esa
alegría brillante y ese miedo friccionándola, entonces, él dejaría de ver sus
mejillas encendidas cuando le abre la puerta de su casa, y dejaría de oír su
corazón como un trueno cuando la abraza y la consuela por fin como a un niño
desolado. Y entonces todo sería normal y no habría nada que mereciera esa
urgencia. Y los muertos no habrían servido para nada. Y, entonces, los vivos tampoco
servirían para nada.
Por supuesto no era consciente de
que al destino nunca llegamos, mientras que el origensí queda, por siempre, atrás. […] Tendría que haberle
preguntado cuándo volvemos. Sí, ¿cuándo volvemos? […] Porque se puede echar de
menos lo que aún no se ha ido. […] Desde el barco se puede creer que no se
avanza, pero desde la proa que rompe el agua, cómo negar que cada segundo pasa
y queda atrás. Porque tomar consciencia es, en muchas ocasiones, echar de menos
desde ese mismo instante. […] Tomar conciencia: flotar, dejar de nadar, hacerse
el muerto, descansar mirando al cielo inconmensurable mientras nos mecen las
aguas, tan profundas que ni en un millón de vidas podremos explorar. Escribir.
[…] Echo de menos lo que nunca fue y lo que no será, y por eso estoy vivo. Echo
de menos para agradecer.
Manuel Astur, Seré
un anciano hermoso en un gran país.
La floración. Colores
rosas que atiborran las redes, alguien que sube a un globo para contemplarla
como un hito histórico que cierra el ciclo de plantar un árbol, tener un hijo y
escribir un libro. Ediciones y grupos de fotografía, carteles con ramos impostados
en los comercios. “Me encanta la vida”, me escribe un amigo de allí. Les
encanta la vida a los ciezanos, el disfrute, las habicas tiernas, los tomates
con sabor a río, a tierra dulce de acequia árabe, las patatas asadas con ajo,
los caracoles chupaeros. El pueblo que más cervezaconsume de España, los santos bailando en la Esquina del Convento vestidos por artistas anónimos que se quedaron para eso y los anderos que comulgan en bandada por los bares tras
dejar a sus novias en casa. La
Floración. Y los atardeceres que se extienden sobre kilómetros y kilómetros
de mantos corales, fusias, malvas
y perlados, que recortan las palmeras de la casa de Las Delicias. Esa que me mira
siempre, mientras la brisa de la vega corre entre nosotras y empapa de olor a
barro y caña el seco sopor de las tardes de interior.
Cieza-primavera,
Cieza-renace. Ata los cabos de sus mástiles con acierto a aquello que en ella
nunca pasará, con la tenacidad que patea a diario las faldas de su Atalaya, con
la exaltación con la que se come un ciruela madura a media mañana. Hasta el
hueso. Y espera a que el viento la empuje.
La vie en rose, el optimismo de siempre.
Pero no. Hay una tristeza nueva nacida en la humedad del tiempo de resaca, del hundimiento. Jóvenes rotos que ya no irán a trabajar al campo ni
a los andamios, ni a las tiendas de Murcia, ni a las andas de los tronos santos,
porque saben demasiado. Llevan acumulando miradas omniscientes ¿más de una
década? Son los testigos de nuestros errores y nuestras vergüenzas. Austera y silenciosamente,
han ido tejiendo una red de verdades poderosas y oscuras que elevan una octava la
belleza del paisaje al que he estado acostumbrada, ¿podéis verlos? Ya no son
pintores ni deportistas. Ya no opositan a cátedras. Se han hecho poetas.
Comulgan con la música de las aguas de este río siempre nuevo, con los
rincones escondidos, con las sombras lapidarias bajo el último rayo crepuscular,
con la bruma, los violáceos y verdes botella de los parajes sin tránsito. Y el futuro pende de ellos. La explosión de otra Cieza más verdadera. La que no olvida. La que crece con sus caídas, con el silencio de los inviernos claustrofóbicos sin
nada que hacer, sin lugar a donde ir, con el leve aroma a lumbre de las casas
bajas en la cruda noche castellana, con el desaliento de los menos visibles, de los que no se reconocen en las costumbres enquistadas, ni en los hábitos fáciles y
su huida hacia delante, ni en la depravación de los que pretenden poseerlo todo menos
su alma. La floración siempre estalla en invierno.
Como cualquier otro día, despiertas y te sientas a trabajar por inercia. Pero, a medida que avanza la mañana, descubres que algo no funciona como siempre. La calle permanece silenciosa. Y entonces una sabe que el mundo está en otro lugar que
no es ese. No es lo mismo que trabajar por la noche cuando todos duermen. No es lo mismo, sino todo lo contrario: este silencio inesperado que inunda la calle los días
festivos de primavera no me observa a mi. Soy yo quien lo observa. Y
una solo puede rendirse a su influjo y salir a jugar con lo incontrolable.
Esta guía está
realizada en base a las investigaciones de Robert Hare, uno de los mayores
expertos sobre este síndrome -creador del Psychopathy
Checklist, el test utilizado por los profesionales de todo el mundo para el
diagnóstico de la psicopatía-.
Apático
Ausencia de
empatía real. Cosifica a las mujeres, no las trata como a personas. Su empatía
es utilitaria, sólo reconoce las necesidades del otro en la medida que sirvan a
su propio beneficio o morbosidad. Lo identificarás por su aversión a mantener
conversaciones profundas sobre sus propios sentimientos o debilidades, a menos
que sirva para tener el control sobre la situación o deteriorar a la otra persona.
Pero por lo general, sus emociones suelen ser superficiales, banales y muestran
una total ausencia de remordimientos o culpa, aun cuando los descubren.
Depredador compulsivo
Busca el de
placer sin límites y la satisfacción de deseos y necesidades a expensas de los
otros. El control, castigo y dominio sobre la mujer le hace sentir placer: es
sádico. El perverso psicopático es un depredador de apetito insaciable y
tendencia hacia el sadismo. Incapaz de tener en cuenta las necesidades de los
demás, y por tanto, sin límites, experimenta el impulso constante de satisfacer
sus propios deseos, lo que deviene en una constante decepción, insatisfacción y
vuelta a empezar inacabable, en cuanto que la dinámica de su deseo es
inagotable. Y es que el psicópata no acepta la falta, o la frustración. Es como
un niño consentido, absorto en sus propias necesidades, que demanda que le
sacien inmediatamente (Hare:49). Por eso cambian constantemente de planes o de
gente, simplemente por impulso, porque se aburren o para evitar el control.
Egocéntrico
Sus relaciones se
establecen únicamente sobre sus condiciones e intereses y rechazan el diálogo,
las opiniones de los demás y dar explicaciones. Y sin embargo, aunque él no
brinda ningún amor verdadero, les encanta ser admirados y se regodean cuando
los demás los adulan y es capaz de inspirar amor a veces hasta fanático en los
demás (Hare: 36). Dentro de un contexto de seguridad, se muestran arrogantes y
fanfarrones, seguros de sí mismos, dogmáticos, dominantes y chulos, lo que
algunas personas puede resultar carismático y atrayente.
Controlador
y vanidoso
Cuida su imagen
meticulosamente y sus estrategias de actuación para gustar y mantenerse indemne
ante la opinión pública. Un rasgo que define al perverso psicopático es el
hiper-control de sus actuaciones. Por lo que siempre buscará relacionarse con
personas sobre las que posee un determinado control, bien porque guarda también
algún secreto sobre ellas o porque son emocionalmente débiles por cualquier
motivo. El perverso psicopático también suele buscar pareja o amistad con una
persona de imagen social impoluta que mantiene con el objetivo de favorecer la
suya propia. Su necesidad de valoración, les hace presentar a veces una imagen
de sí mismo de anti-héroe deprimido, necesitado de un amor intenso capaz de
superar sus barreras, que los salve. Les gusta verse y mostrarse como un lobo
solitario, cuyo misterio y contención esconde un ser sensible y profundo,
aunque en realidad dentro de él no haya nada más que vacío y codicia
Mentiroso y manipulador
Miente con toda
naturalidad y cuando se le descubre o se siente amenazado manipula al otro para
hacerlo sentir culpable. Por eso, no se llevenengaño, este tipo el perverso puede resultar cuando quiere
encantador y gusta de dar la impresión de poseer las cualidades humanas más
nobles. Hace "amigos" fácilmente y es muy manipulador, con su
habilidad de palabras para salirse con la suya de cualquier apuro.
Colérico y
violento
Puede que no
maltrate o mate físicamente, que incluso no le guste gritar, porque, de hecho,
suele ser muy comedido en su actividad pública, pero su tolerancia a la
frustración es igual a cero (Hare: 50). Si su voluntad es quebrantada o se
ofenden –lo que ocurre con suma facilidad- actúan con repentina violencia,
amenazas y ataque verbal erradicando radical y cruelmente el foco de su
frustración, sin miramientos y usando todos los medios a su alcance para ello.
Por último,
recordad que la desviación perversa psicopática es un trastorno o desviación de
la conducta, no una enfermedad, de perfil mayoritariamente masculino (más de un
80% de los casos son hombres). Clínicamente no es considerado un psicótico o
enfermo mental, por lo que este motivo no puede alegarse como atenuante de su
condena. Actúa de manera consciente y calculadora y, además, el perverso no
tiene cura, el tratamiento es ineficaz ya que se siente magníficamente bien
consigo mismo. Lo único que puede limitarlo es el temor a ser descubierto y el
escarnio público. La imagen que da de sí mismo no es la real. Usa su posición o
autoridad social y las debilidades emocionales para crear una red de víctimas.
Y sobre todo: los casos de asesinos que saltan a la opinión pública no tienen
por qué responder al perfil del perverso psicopático, y si es así, son
excepcionales o solo la punta del iceberg de un trastorno que suele mantener su
actividad en la esfera privada y de forma oculta.
Era la mesa de un
bar de una noche de sábado y un grupo de mujeres que rondaban los sesenta
tomaban cervezas y mejillones, a la salida de una reunión por el día de la
Mujer. Mujeres de mi pueblo que nunca han tenido voz aunque sí voto y se han
dado cuenta de ello. No querían estar en casa con sus maridos. No querían estar
en casa viendo una serie, un programa o una película. No querían estar en casa
organizando la comida familiar de mañana. No querían estar adormilándose en el
sofá obligadas por una pastilla y el rumor de la tele encendida. No querían estar
en casa repensando el día lo suficiente para acobardarse de cara al siguiente.
Querían estar allí, en aquella mesa de bar, junto a sus compañeras, hablando exclusivamente
de política durante toda la noche. Y sus ojos no dejaron de brillar en ningún
momento y su voz no dejó de sonar decidida y clara durante más de tres horas. Y
no querían irse de allí.
Esas mujeres
nunca se han dedicado antes a la política. Son tímidas. Pero cuando hablan, lo
cuadran todo. Nos cuadran a todos. Tienen una fuerza impermeable
a lo superfluo, a todo lo que les aburre, porque son muchos años ya. Tienen la mirada
brillante y sabia y una placidez en la cara que me recuerda a alguna mujer
mayor muy querida para mi que siempre tenía las mejillas encendidas y que ya no
está. Me imagino ahora que esa mujer podría estar en esa escena también,
comiendo bravas y mejillones. Tímida y silenciosa, de repente, llena de coraje,
diría sonriendo, casi sin mirar, casi ruborizada:“¡claro que sí!”. Y ese “claro que sí” sería la fuerza,
sería el impulso que sujetara las palabras que denuncian lo que ya no quieren, las
palabras que hablan de hacerse presentes, de actuar, de empoderarse. Sería el
impulso que nos sujetara a todas.