domingo, 8 de mayo de 2011

El amor y otras cosas imposibles

Sally Mann
                                                             A Fini

Hay padres para quienes sus hijos son como chalets de una urbanización de lujo separados por grandes muros de las miradas ajenas. Pueden parecer padres modernos, que apologizan la educación en libertad limpia de credos, el desarrollo de la autonomía personal, pero, a la vez, paradójicamente, practican su ¿amor? como una forma de posesión y recelan de cualquier intromisión en sus afectos.

Creen, como en la película de Shymalan El Bosque (2004) o la de Canino (Lanthimos, 2009), que lo mejor sólo se encuentra dentro de sus fronteras, que su apellido es una forma de copyright, que fuera sólo existe peligro, lobos disfrazados, intrusos que puede hacer tambalear su puesto. Creen, no ya que nadie puede amar a sus hijos como ellos lo hacen, sino que nadie tiene el derecho de amarlos como ellos. Padres celosos, egotistas, en el argot de Onfray, que crían niños dependientes, polluelos débiles y soberbios, cogidos a sus faldas, abocados a la extinción, que les hagan sentir que sin ellos jamás podrían sobrevivir. Y, así, torpemente, acaban mostrando a sus hijos lo inútil de su hipócritamente aclamada libertad, y acaban mostrando a la vida lo destructivo que puede llegar a ser el egoísmo disfrazado de amor, disfrazado de padre o madre.

Creo que tenía seis años cuando Fini se despidió de nosotros. Recuerdo perfectamente que estábamos dando un paseo por la huerta, que me regaló un pequeño bolsito plateado de despedida, que yo tenía un nudo en el estómago, y que ignoraba lo que de verdad aquello podía suponer. Fini entonces no tendría más de 19 años y había cuidado de mi y mis dos hermanos mayores durante mucho tiempo. Recuerdo los paseos con ella,  su voz, que el primer diente se me cayó en su casa comiendo un tomate de pera. Recuerdo que tiré sin querer la bandeja del desayuno y le dijo a su madre que había sido ella. Recuerdo lo que me quería, su dulzura, lo feliz que la hacía verme y estar conmigo.

La niña de seis años de la que Fini se separó aquel día ha vuelto a mi vida de forma recurrente, como si de alguna manera hubiera quedado solidificada en mi memoria inconsciente, a espera de algo. Seis años tenía Clara,  que alegraba mis tardes de estudio cuando vivía en Madrid en casa de su abuela, Lola Vivanco.  Me viene la tarde en que escribimos juntas su primera carta de amor a un niño de clase, y la reprimenda posterior de su padre, a quien le dio un poco de miedo tanta confianza. Seis años tenía mi hija, Luna, cuando me volví a encontrar de casualidad con Clara ya adolescente en una hamburguesería de San Juan playa ¿de casualidad?

Yo estaba en los últimos años de carrera y andaba por casa unos días de vacaciones cuando sonó el teléfono. Y esto huele a cuento de Cortázar, pero juro que no es en absoluto literario. Una voz muy dulce me saludó, ¿eres Esther? me dijo, ¿a que no sabes quién soy? Pero yo lo había sabido desde el primer momento, sí, eres Fini, y ella rompió a reír sin parar de tan emocionada  ¿cómo lo has sabido?

No lo sé, Fini. Sólo sé que aquel cariño que me diste por que sí es de las sensaciones más puras que guardo conmigo. Me ha hecho sentir fuerte en los tiempos difíciles, y gracias a él tengo la certeza de que una puede ser regalada sin cercas ni límites, regalada por la vida, sólo por el hecho de existir.


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