Para Amanda, que corrió.
“Y le
pedimos al amor —que, siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y
morir tanto como de renacer— que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte
verdadera. No le pedimos la felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un
instante, de vida plena, en la que se fundan los contrarios y vida y muerte,
tiempo y eternidad, pacten”. (Octavio paz. El laberinto de la soledad)
Ella corre. Lleva
el corazón en la boca y un sabor que es mezcla de temor y deseo. Ha empezado a
sonar el crescendo vertiginoso de Run (Einaudi),
dentro y fuera de ella (como ocurre siempre). Y como siempre, digo, también está presente ese miedo que fricciona su deseo para que no descanse tranquilo y
para que así, también, escuche atentamente cada latido de su galope. "Estoy
aquí", le dice el corazón bramando de hambre, "¿me escuchas?"
“El miedo nos protege”,
dice él. Y claro. Pero hay muchos tipos de miedo (según lo que protejan). El
suyo no la conduce dentro del cinturón laxo en el que descansan los niños
cuidados. No es la excusa del que se esconde para no sufrir, callada y plana,
como la calma budista o la mesura del epicúreo. El suyo grita, es brillante y
agitado. Corre. Brota en cada salto crucial y en la expectación de lo imprevisible,
de aquello que promete romper la historia.
Es éste (puede
verse, puede oírse) un miedo más complejo, que te protege de algo más elevado
que el sufrimiento, de algo mucho más peligroso. Es un miedo capaz de unir los
opuestos, que transita por una banda de Moebius, como la materia, como el
relato completo de una vida. La urgencia de no perder ni un minuto de estar con
él. Es la urgencia de un hambre silenciada, despreciada por un mundo sordo a sí
mismo.
No es el miedo
que lleva a una carrera atolondrada y torpe. Ese que es presagio de lo inoportuno, de la desconexión, del
golpe o la caída. Junto a él también corre un torrente de alegría, una intensa
fuerza concentrada que jamás encuentra obstáculo. Cada pisada, cada cruce de
calles, cada vuelta de esquina, se encuentran perfectamente alineadas, como
puertas que se abren solas a su paso. La invitación a que atraviese la vida con
su impulso, revelando, al hacerlo, un nueva marca, una nueva verdad en la
constelación del universo. Sí, hay prisa, sí. De salvarse, de salvar el mundo.
Una vez, justo
cuando ella aprendía a amar, conoció la pérdida de no llegar a tiempo. El dolor
de los instantes no vividos como zarpazos de una bestia sobre su cuerpo. Le
dijeron: “ha tenido un accidente y está en coma” y poco más tarde murió, como
un pajarito herido, el día de Navidad (ese día con ridículo nombre de
nacimiento que anuncia el crepúsculo del año y de mi vida). Ella había creído tener todo el tiempo del
mundo por delante. Toda la vida por delante. Pero ahora pasa a diario por el
cruce que le recuerda todo el tiempo del mundo que nunca volverá a tener por
delante. Pasa cada día por el vórtice de su mayor miedo, de la urgencia y la
lección. Y en el punto del choque brutal que cercenó al menos cuatro vidas más,
hay ahora una rotonda con una gran fuente a la entrada del pueblo hacia la que
miran una gasolinera y un Pizza Hut.
Toda la memoria
de los pueblos yace enterrada bajo la quietud y la mesura de su asfalto, de sus
tontas rotondas, de la cínica sonrisa de sus gasolineras y sus Pizza Huts. Como esa calma abotargada,
ese silencio sordo y desquiciado en el que todo se detiene antes de la
grandiosa tormenta. El dolor se esconde con vergüenza, como si fuera un pecado,
el nuevo pecado de las sociedades sin dios. Y las calles y las plazas llevan el
nombre de personajes que ni siquiera las transitaron o de flores o países, como
si no hubiera otra cosa que recordar, como el loco sonsonete que se canturrea para
aguantar un enfado, para olvidarse de sí y de todo. “Aquí yace aquel pajarito
que esperabas y se rompió”, debería poner el letrero. Pero no. Nunca dice la
verdad.
Así que ella ahora
corre, como si se le fuera la vida en ello. Porque ese pudor con el que se
cubren hoy todas las heridas, ese que cubre su herida, es tan oprimente, tan
ofensivo, que es necesario dedicar la vida entera a luchar por él. A darle
sentido. Aunque al llegar, esta vez él no haya desaparecido y pegue junto al
suyo su corazón jadeante y sonría complacido como uno se ríe del énfasis de un
niño. Porque si ella no corriera, si amansara su deseo, si dejara de sentir esa
alegría brillante y ese miedo friccionándola, entonces, él dejaría de ver sus
mejillas encendidas cuando le abre la puerta de su casa, y dejaría de oír su
corazón como un trueno cuando la abraza y la consuela por fin como a un niño
desolado. Y entonces todo sería normal y no habría nada que mereciera esa
urgencia. Y los muertos no habrían servido para nada. Y, entonces, los vivos tampoco
servirían para nada.
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